jueves, 9 de julio de 2009

¿HAY QUE ELEGIR ENTRE HUMANIDAD O DIVINIDAD?

¿HAY QUE ELEGIR ENTRE HUMANIDAD O DIVINIDAD?

Sobre el sentido de la encarnación del Verbo

Jorge Arévalo Nájera

No cabe duda que en ocasiones, saltan a la palestra de la reflexión teológica debates que en apariencia son nuevos pero que en realidad hunden sus raíces en los orígenes mismos del desentrañamiento sistemático del misterio revelado. La Cristología no podía ser la excepción y tal es el caso en la aparente oposición de dos perspectivas cristológicas: En la primera, se acentúa el camino obediencial de Jesús que le lleva a recibir del Padre la filiación (cristología ascendente) y en la segunda se hace hincapié en el camino de abajamiento del Hijo preexistente para después ser entronizado por el Padre (cristología descendente). Lo que simplemente son perspectivas cristológicas distintas (que se corresponden además con distintos estadios en la reflexión inspirada de la misma Iglesia) se convirtieron y se siguen convirtiendo en medios apologéticos al servicio de ideologías teológicas absolutizadas.

Para utilizar un ejemplo muy reciente y que ha levantado gran polémica en el mundo teológico, me permitiré analizar (en los puntos relacionados con la Encarnación) la notificación que la Congregación Para La Doctrina De La Fe ha emitido sobre las obras del P. Jon Sobrino: Jesucristo Liberador. Lectura Histórico-teológica de Jesús de Nazaret y La Fe en Jesucristo. Ensayo Desde Las Víctimas.

Aclaro desde ahora, que no comparto en su totalidad ni las tesis teológicas del P. Jon Sobrino ni las de la Congregación. En su momento presentaré lo que considero un intento serio por conciliar lo que se presenta como irreconciliable y que sospecho se debe a presupuestos epistemológicos erróneos en ambas posturas. Por ahora, presentaré sucintamente los puntos medulares de la Notificación.

En el apartado II de la citada Notificación, referente a la divinidad de Jesucristo, se hace notar que “Diversas afirmaciones del autor tienden a disminuir el alcance de los pasajes del Nuevo testamento que afirman que Jesús es Dios” y un ejemplo de tales afirmaciones es el comentario al texto de Jn 1,1, en donde el P. Sobrino dice textualmente: “Con el texto de Juan […] de ese logos no se dice todavía, en sentido estricto, que sea Dios (consustancial al Padre), pero de él se afirma que será muy importante para llegar a esta conclusión, su preexistencia , la cual no connota algo puramente temporal, sino que dice relación con la creación y relaciona al logos con la acción específica de la divinidad”. En pocas palabras, según Jon Sobrino, el nuevo Testamento no contiene afirmaciones explícitas de la divinidad de Jesús y solo contiene los presupuestos para que después la Iglesia desarrollara tales presupuestos, a lo cual la Congregación argumenta lo siguiente: “…la divinidad de Jesús, está claramente atestiguada en los pasajes del Nuevo Testamento a que nos hemos referido (Jn 20,28; 1,1). Las numerosas declaraciones conciliares en este sentido se encuentran en continuidad con cuanto en el Nuevo Testamento se afirma de manera explícita y no solamente “en germen”. La confesión de la divinidad de Jesucristo es un punto absolutamente esencial de la fe de la Iglesia desde sus orígenes y se halla atestiguada desde el Nuevo Testamento.” No es necesario detallar los argumentos que presenta la notificación para demostrar fehacientemente sino la falsedad, si al menos la parcialidad de las intuiciones teológicas del P. Sobrino, ya que fácilmente se puede acceder al documento de la Congregación (Por ejemplo en la página de Internet de talante católico Zenit) y profundizar en la argumentación. A mi parecer, el problema hasta aquí, es que de manera increíble (dada la probada capacidad y conocimientos teológicos del P. Sobrino) se le escapa al autor en cuestión una verdad con carácter dogmático en la Iglesia Católica: Las fuentes de la revelación son tanto la Palabra escrita (Biblia) como la Sagrada Tradición, y por lo tanto, el atestiguamiento de la fe en la divinidad de Jesús tiene que valorarse a la luz del conjunto de la revelación y no solamente en tal o cual texto de difícil interpretación, y es evidente que así vistas las cosas no es posible dudar que la Iglesia ha creído universalmente y constantemente en la naturaleza divina de Jesús.

Vayamos ahora al apartado III del documento, titulado La Encarnación del Hijo de Dios, en donde en el número 5 se cita textualmente al P. Sobrino: “Desde una perspectiva dogmática, debe afirmarse, y con toda radicalidad, que el Hijo (la segunda persona de la Trinidad) asume toda la realidad de Jesús, y aunque la fórmula dogmática nunca explica el hecho de ese ser afectado por lo humano, la tesis es radical. El Hijo experimenta la humanidad, la vida, el destino y la muerte de Jesús”. La Congregación interpreta el enunciado del autor en el sentido de una distinción entre el Hijo y Jesús que sugiere la presencia de dos sujetos en Cristo y no resulta claro que el Hijo es Jesús y que Jesús es el Hijo. En efecto, el dogma católico afirma la unicidad de la única persona del Verbo en las dos naturalezas, divina y humana y según el Concilio de Calcedonia, prohíbe poner en Cristo dos individuos, de modo que se pusiera junto al Verbo un cierto “hombre asumido” dueño de su total autonomía.

Pero aquí se presenta un problema, porque según el dogma, se puede y debe referir las propiedades de la divinidad a la humanidad y viceversa, así, en la notificación afirma que “esto se aplica en los dos sentidos, lo humano se predica de Dios y lo divino del hombre”, sin embargo, ¿que debe entenderse por “propiedades divinas” y “propiedades humanas”? Me parece que esto no resulta tan claro como lo propone el documento, pues las propiedades divinas a las que se hace alusión con la expresión “lo divino ilimitado” y que no pueden ser otras que las clásicas de la escolástica: Omnipotencia, omnisciencia etc., tal y como son entendidas generalmente (desde una mentalidad filosófica de cuño griego y platónico-aristotélico) evidentemente no pueden ser atribuidas sin más a la persona del Jesús histórico (aunque éste sea según el dogma, perfectamente Dios) y la razón estriba precisamente en el misterio de la encarnación.

A mi entender, el documento refleja una artificiosa contienda entre dos posturas teológicas; por un lado pareciera que el P. Sobrino optara preferencialmente por la humanidad de Jesús en detrimento de su divinidad y por otro lado, la Congregación refleja una postura teológica que (sin proponérselo concientemente) reafirma la divinidad por sobre la humanidad. Formulado de otra manera al principio de este comentario, es el añejo problema de la cristología ascendente contra la cristología descendente, el hombre que la Iglesia convirtió en Dios contra el Dios que se hizo hombre, lo que obliga a tomar postura ante estas dos perspectivas teológicas, como si no hubiera ninguna otra posibilidad. Sin embargo, a mi entender existe un horizonte de comprensión alternativo que toma elementos de ambas perspectivas, los conjuga y elabora una tesis de síntesis teológica. Desde luego que para lograr esto, es necesario establecer primero unos principios epistemológicos que no siempre son tomados en cuenta suficientemente al hacer teología sobre el tema que estamos tratando.

En primer lugar, es decisivo en la labor teológica partir de la revelación y esto significa dejar que sea el dato revelado quien hable y no hacerle decir lo que se quiere basado en un prejuicio dogmático. Así, cuando hablamos de los “atributos divinos” debemos partir de lo que la Biblia dice al respecto y no lo que Platón o Aristóteles dedujeron en sus sofisticadas elucubraciones filosóficas por interesantes que parezcan. Esto, que a simple vista pudiera parecer demasiado obvio, no está del todo superado en la reflexión teológica católica. Es cierto que somos hijos de la cultura griega y que actualmente nuestras herramientas interpretativas para descifrar la realidad son de este cuño y no pretendo decir que renunciemos del todo a nuestra mentalidad a la hora de acercarnos a los textos bíblicos, pero antes de actualizar el mensaje de los mismos (dimensión hermenéutica) y expresarlo con nuestras categorías, es menester sumergirnos en la mentalidad y formas expresivas de la cultura bíblica si es que queremos realmente captar en esencia la teología reveladora que Dios quiere comunicarnos.

En este sentido, la imagen de Dios que se desprende de la Biblia está muy, pero muy alejada de la figura de las divinidades que concibe la mente griega, en la que “Dios” se representa con una perfección absoluta carente de pasiones, incapaz de relacionarse con los hombres por lo que permanece en su supramundo alejado de sus criaturas. En cambio, en la imaginería bíblica, Dios es celoso, se encoleriza, ama hasta el paroxismo de la entrega en la cruz e implora, mendiga el amor del hombre tocando a las puertas de su corazón anhelando que un día por fin le abra. Los tan cacareados “atributos” de Dios parecen tambalearse ante estas imágenes llenas de dramatismo: ¿omnipotencia? ¡Si ni siquiera logra convencer de una vez por todas a su criatura de que acate sus enseñanzas y el mal en el mundo grita que es mentira! ¿Conocedor de todo? ¡Entonces la libertad humana y su libre albedrío son una patraña absurda! A mi entender, tratar de defender los “atributos” divinos a toda costa, provoca más problemas de los que puede resolver.

¿O será acaso que la imposible teodicea deba atribuirse a una falsa imagen de Dios, al que le atribuimos características inexistentes fruto de una teología natural y no de una teología del dato revelado? Cuánto bien nos haría dejarnos de elucubraciones y ponernos a hacer teología desde lo que Dios mismo ha revelado de su misterio, del hombre y del cosmos, así como de su plan salvífico revelado en la historia del Israel primero y del Israel definitivo (La Iglesia). ¡Pero cuan difícil resulta al creyente de todos los tiempos aceptar al Dios revelado! Preferimos montar sobre él nuestras propias proyecciones psicológicas e ideológicas y acabamos haciéndonos un “dios” a nuestra imagen y semejanza. Y es que el Dios de la Biblia no se corresponde con los códigos éticos y morales con los que construimos nuestro mundo.

En segundo lugar, Dios se ha revelado de manera perfecta y definitiva en el Verbo encarnado, es decir Jesús de Nazaret, de tal modo que desde la encarnación, el rostro del Padre solo puede ser mirado en el del Hijo: “¿Tanto tiempo me has visto, Felipe y dices muéstranos al Padre?” De aquí se sigue que toda teología para ser cristiana tiene que ser cristología, es decir que de Dios solo puede decirse lo que en el Hijo se revela. En el rabino galileo (y éste es el escándalo mayúsculo del cristianismo) no se “oculta” Dios, es él quien habla, cura, camina, expulsa demonios y llora por su amigo muerto, solo que lo hace encarnado. Pero esto no significa una renuncia a lo divino, un abandono “temporal” de su divinidad para ser solamente un hombre, pero si significa que se ha hecho historia y contingencia, precariedad y posibilidad de equivocarse (a nivel de todo lo que implica un necesario conocimiento humano, no me refiero a la esencia del proyecto de la salvación), renuncia al conocimiento inmediato de todo lo real para abrazar el fatigoso proceso cognoscitivo mediante el cual el hombre se va conociendo a sí mismo. A esto se le llama “abajamiento”, “anonadamiento”, “kénosis”, “hacerse en todo semejante a los hombres menos en el pecado”. La encarnación va en serio, no es una charada ni una tomadura de pelo, el Hijo ha asumido una condición única en la que sin dejar de ser de naturaleza divina es también de naturaleza humana. Resulta evidente que bajo esta perspectiva no es necesario optar excluyentemente por una u otra naturaleza del Verbo encarnado. Resulta claro que tanto el P. Sobrino (y con él toda una escuela teológica) como la Congregación parten del mismo erróneo presupuesto: Una determinada concepción filosófica de Dios que es producto de la disertación de la mente humana y no del dato revelado y así las cosas, es imposible conciliar ambas posturas y la censura por parte de quien detenta el poder es la consecuencia lógica.

Todo lo anterior sirva como presupuesto para entender la postura teológica que propongo: Para hacer justicia al dogma cristológico de la hipóstasis (unión perfecta y sin división de las dos naturalezas en la única persona del Verbo) no puede preferirse (a no ser por motivos metodológicos en la catequesis) ni la divinidad ni la humanidad, ambas se iluminan mutuamente, de modo que la divinidad se entiende como encarnada y la humanidad se entiende como divinizada. Esto también tiene repercusiones en la espiritualidad cristiana y no solo en el nivel meramente de la intelectualidad del dogma.

En el fondo, optar por reducir a Jesús a su humanidad (aunque no se haga doctrinalmente, si que es muy común hacerlo en la práctica de la fe) significa para muchos cristianos “acercar” a Jesús, hacerlo más accesible y por lo tanto facilitar el discipulado: “Si es un hombre como yo, entonces puedo seguirlo, entonces es posible el Evangelio”. Sin embargo, creo que si consideramos en serio la encarnación, entonces no es necesario renunciar o demeritar la divinidad de Jesús. El divino Maestro nos salva tanto por su humanidad (todos los hombres somos asumidos en su naturaleza humana) como por su divinidad (solo Dios puede salvar). El discípulo puede seguir a Jesús tanto porque es un hombre (y sus gestas son humanas y por lo tanto realizables por los hombres) como porque solo Dios puede capacitar al hombre para abrazar la propuesta evangélica y asociarse a la economía salvífica del Padre.

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